“Han metido del modo más grosero sus manazas en la
más noble de todas las artes, el arte de educar”. Ése fue el diagnóstico con el
que Nietzsche, un Nietzsche joven y combativo, juzgaba el sistema de
bachillerato de su país en 1872. Contra la escasa sensibilidad de “pedagogos y
políticos”, pedía que se educase especialmente para cuidar la lengua, apostaba
por una educación “que consuma mucho tiempo” y reclamaba lectores pausados,
detenidos y atentos que no midiesen continuamente todo en términos de ahorro o
despilfarro de tiempo y que no confundieran la inteligencia con la propiedad.
Las reformas que se están hoy aplicando y planeando en nuestro sistema
educativo provocarían que Nietzsche volviese a manifestarse exactamente en los
mismos términos: en ellas todo se evalúa en términos de eficacia y rendimiento
económico, el valor de los programas educativos se mide según la “empleabilidad”
de los alumnos, los profesores se convierten en programadores, los estudiantes
aparecen como una materia prima que debe ser moldeada para adecuarse
exactamente a las exigencias de un sistema económico cada vez más absurdo. Y,
dentro de esas reformas, la enseñanza de la filosofía se va relegando y se hace
de su estudio, cuando se consiente, un pasatiempo de excéntricos y nostálgicos
completamente “inútiles” para la vida cotidiana. O incluso de peligrosos
insurgentes.
El asedio a la filosofía se da en todos los
niveles educativos. Continuamente leemos juicios políticos que desprecian el
nivel de las universidades españolas por no aparecer en los primeros puestos de
los listados internacionales. Nuestras universidades no producen premios Nobel,
cierto, pero forman miles de médicos excelentes, cientos de buenos profesores
cada año, decenas de arquitectos bien preparados y buenos ingenieros, todo ello
con la mitad de presupuesto que las universidades primeras en los listados. Y
forman, también, decenas de excelentes filósofos cada año, capaces de trasmitir
su saber y apasionarse con la reflexión y con la lectura lenta y detenida de textos
inabarcables. Mientras tanto, los políticos que nos gobiernan repiten sin cesar
que la universidad debe adecuarse a la sociedad y producir los profesionales
que ésta demanda, cuando parece obvio que lo que falta es un número suficiente
de puestos de trabajo dignos, y faltan precisamente porque ellos se han
encargado de destruir el porvenir de médicos, profesores, arquitectos, filósofos
o ingenieros.
Y es que realmente resulta hoy subversivo hacer y
enseñar filosofía: enseñar para leer de manera oblicua, para preguntarse al ver
los telediarios qué nos están contando y por qué nos lo cuentan como nos lo
cuentan, para plantearse pensamientos diferentes o para cuestionar el discurso
oficial y asentado. No quieren ciudadanos que se pregunten cosas y lean entre líneas.La
filosofía, y no sólo la filosofía, impide el conformismo, el pensamiento
satisfecho y la comodidad de las consignas. La filosofía, como dijo Deleuze,
odia la estupidez, no dejará de detestar la mediocridad intelectual imperante y
jamás aceptaría repetir sin reflexión cosas como los “argumentarios” que los
partidos políticos distribuyen entre sus dirigentes para decirles qué hay que
pensar y repetir en los medios. Ciertamente, entonces, la filosofía no les
resulta útil para sus fines: les resulta peligrosa. Tienen buenas razones para
preocuparse y para arrinconarla, a la vez que convierten el sistema educativo
en un proceso de producción de gente “empleable”.
El asedio a la filosofía se da en todos los
niveles educativos. Continuamente leemos juicios políticos que desprecian el
nivel de las universidades españolas por no aparecer en los primeros puestos de
los listados internacionales. Nuestras universidades no producen premios Nobel,
cierto, pero forman miles de médicos excelentes, cientos de buenos profesores
cada año, decenas de arquitectos bien preparados y buenos ingenieros, todo ello
con la mitad de presupuesto que las universidades primeras en los listados. Y
forman, también, decenas de excelentes filósofos cada año, capaces de trasmitir
su saber y apasionarse con la reflexión y con la lectura lenta y detenida de
textos inabarcables. Mientras tanto, los políticos que nos gobiernan repiten
sin cesar que la universidad debe adecuarse a la sociedad y producir los
profesionales que ésta demanda, cuando parece obvio que lo que falta es un número
suficiente de puestos de trabajo dignos, y faltan precisamente porque ellos se
han encargado de destruir el porvenir de médicos, profesores, arquitectos, filósofos
o ingenieros.
La persecución de la universidad pública continúa
lo que había comenzado en los otros niveles educativos. Comenzaron cambiando
las leyes educativas cada tres o cuatro años y obligando a los centros y a los
profesores a reorganizar continuamente su trabajo, quitándoles tiempo para trabajar
con sus alumnos y para sus alumnos; continuaron reduciendo plantillas y echando
a interinos que llevaban años trabajando, destrozando vidas dedicadas a la enseñanza.
Hicieron que los profesores impartiesen asignaturas para las que no estaban
preparados. Regalaron y regalan terrenos y subvenciones a centros concertados o
privados mientras asfixiaban y asfixian los presupuestos de los centros públicos
y disminuyen su plantilla. Suprimieron planes de apoyo a alumnos con problemas,
redujeron becas… Decidieron contratar a profesores extranjeros, sin oposiciones
ni titulaciones específicas, porque desprecian la formación de sus propios
profesores. Dieron todas las facilidades para que creciesen nuevas
universidades privadas propiedad de la iglesia o de empresas sin ninguna
pretensión educativa, ni docente, ni académica, ni investigadora. Estrangularon
el trabajo de los universitarios a través de agencias de “calidad” basadas en
criterios importados del funcionamiento de las empresas privadas. Fueron después
reduciendo los presupuestos de las universidades, con la coartada de la crisis
(no nos engañemos, es una coartada, dinero hay para lo que quieren), subieron
las tasas a los estudiantes hasta el punto de que un máster puede costar más en
la pública que en la privada (es fácil saber a quién le favorece eso).
Hasta ahora, un profesor de filosofía tenía que
presentarse varias veces a las oposiciones de enseñanza media y estar muchos años
de un instituto a otro impartiendo en el peor de los casos una mayor parte de
docencia en asignaturas ajenas a la filosofía y, en el mejor, la ética de
cuarto de ESO o las diferentes versiones de educación constitucional o ciudadanía.
Muchos años después podría quizá impartir filosofía e historia de la filosofía
en bachillerato, e incluso ser funcionario y tener una plaza estable en un
instituto determinado. Hoy, al que es ya funcionario le han aumentado el número
de horas de clase, la permanencia en el centro, le han bajado el sueldo y, además,
quizá no pueda seguir impartiendo filosofía; y el que no es funcionario apenas
tendrá posibilidades de nada. Un estudiante de filosofía siempre ha entrado en
la facultad cargado solamente de pasión por el saber, sabiendo de sobra que no
sería precisamente un futuro de éxitos y riquezas economicas el que se le abriría.
Muchos deseaban, de todos modos, poder ser profesores, dedicarse a acompañar a
otros en su formación y sus incertidumbres. Pero en los últimos años apenas se
convocan plazas y cientos de interinos están en la calle. En el anteproyecto de
reforma de las enseñanzas medias que se presentó en julio, el Ministerio de
Educación eliminaba una de las tres materias de contenido específicamente filosófico:
la ética de cuarto de ESO. Lo han corregido: en el anteproyecto que se presentó
en diciembre, se elimina también la historia de la filosofía de segundo de
bachillerato. Las dos quedan ahora como optativas junto a decenas de materias;
formaban parte de la personalidad de nuestros estudios desde hace décadas. Los
alumnos que no hagan bachillerato probablemente nunca sabrán siquiera de qué va
eso de la filosofía. Se crea, a cambio, una cosa llamada “valores éticos” como
alternativa a la religión, con lo que se da satisfacción a las demandas de la
conferencia episcopal y se plantea una alternativa absurda (algo así como
elegir entre el mito y el “logos”), como si los valores éticos solamente
importasen para quienes no militan en religión alguna. Para quienes no estén
familiarizados con el tipo de cuestiones que se trataban en las asignaturas que
se suprimen, anotemos que se trata de temáticas tan “poco importantes” como la
libertad, el sentido de la existencia humana, la autonomía del ciudadano en el
mundo moderno,los modos de argumentación racional, los límites del conocimiento
científico o la fundamentación de los discursos morales. Obviamente, plantearse
estos problemas no resulta solamente inútil para un mundo de pseudoempresarios
que buscan beneficio rápido en términos de aumento inmediato de capital (y que
por supuesto serán rescatados por el Estado si tienen problemas dentro de esta
democracia corrupta): resulta también contraproducente. Los valores éticos no
cotizan en el mercado de valores; la fundamentación de la libertad y los
razonamientos propios de una ciudadanía responsable constituyen preocupaciones
que obstaculizan tener fe en los sacrosantos objetivos de déficit o en la
imperiosa inevitabilidad del rescate a los bancos y en la evitabilidad del
rescate a los desahuciados.
Nietzsche, contemplando las reglas de las
instituciones educativas de su tiempo y la actuación de sus gestores, se
horrorizaba “ante esa suprema pobreza intelectual y esa danza en círculo tan
torpe”. Hoy podemos constatar, también, que el pensamiento de quienes
planifican la educación es pobre, simple: se marca un fin inmediato y mediocre,
que siempre casualmente coincide con un beneficio dinerario para los del mismo
entorno, y después pone los medios más burdos para llevar a esos fines. No
piensan, por tanto: solamente calculan. No hay matices, argumentos mínimamente
elaborados; para comprobarlo basta leer los preámbulos de los anteproyectos
educativos, el último de los cuales, después de las consabidas apelaciones a la
eficacia, la competitividad y demás, afirma con una profundidad patética que
todos los alumnos tienen un talento y la educación está para que lo
desarrollen, es decir, la verborrea más típica del sueño conseguido en boca de
quienes precisamente se están haciendo expertos en destrozar todos los sueños.
Su pensamiento es pobre y temen un pensamiento elaborado y una acción
comprometida: temen que se muestren matices, que se planteen alternativas, que
se subrayen diferencias y, de ese modo, se cuestione ese edificio plúmbeo de
pensamiento único especializado en amedrentar y buscar la pasividad de los ciudadanos.
Han puesto, pues, sus manazas del modo más grosero
en la más delicada de las técnicas, la de educar, porque educar en general, y
educar concretamente en filosofía, implica siempre cuestionar de entrada los
modos de educación y las instituciones de enseñanza, pero también y sobre todo
los intereses de los poderes inconfesables que quieren utilizar la educación
para sus pobres y limitados fines."
Artículo: “Ni piensan ni quieren que pensemos”
Fernando Rampérez
Vozpopuli. 28 de Enero de 2013
Fuente: http://www.vozpopuli.com/blogs/2106-fernando-ramperez-ni-piensan-ni-quieren-que-pensemos
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