NECESIDAD DE LA FILOSOFIA EN UN MUNDO GLOBALIZADO
Fernando Savater
Señor Presidente, señoras, señores, queridos amigos:
En primer lugar, por supuesto, quiero agradecer el honor y la alegría de poder compartir con ustedes esta tarde. Un honor y una alegría que se tornan mayores si se repara en que inauguro lo que estoy seguro va a ser una serie de intervenciones a cargo de personas seguramente más importantes que yo. A mí me parece una iniciativa excelente, y en sí misma pedagógica, esta de que el espacio público por excelencia del gobierno de la Nación sea a la vez un lugar abierto a los ciudadanos no sólo en condición de turistas, sino en relación también con sus deseos de conocimiento y de acceso al arte y la cultura. Me parece a mí que esa es una buena forma de hacer política y de hacer democracia.
De modo que para mí es una enorme satisfacción inaugurar este programa de conferencias, que espero resulten muy provechosas.
Yo debo hablar de filosofía y ayer, en uno de los encuentros que tuve aquí en Santiago, un grupo de profesores de filosofía me pedía que le dijera al Presidente que nos los abandonara, y yo les respondí que vengo de tener muchos jaleos en España, de manera que no quiero llegar aquí a buscarme nuevos problemas.
Bueno, yo comprendo la zozobra de esos profesores de filosofía, porque, efectivamente, también en España y en otros lugares, en todo un mundo movido por la prisa y por la necesidad de rendimientos a corto plazo, la enseñanza de la filosofía parece desplazada. La educación se dirige cada vez más a lo que vamos a hacer y la filosofía se pregunta más bien por lo que somos. Entonces, las preguntas de la filosofía no tienen una relación inmediata con nuestra actividad, sino con nuestro ser, con lo que somos.
Hay una tendencia a creer que lo importante es la rentabilidad de nuestros esfuerzos y no que nos remansemos en la pregunta acerca de quienes somos. Sin embargo, yo creo que en algún momento tenemos que afrontar la vida sin una mentalidad puramente instrumental. Hay ocasiones en que es importante saber para qué estamos haciendo nuestros esfuerzos, nuestro trabajo, nuestro empeño, y eso es lo que nos relaciona con lo que somos.
En una novela de Salvador de Madariaga había un personaje andaluz que cada vez que alguien hacía proyectos y propuestas, decía "y too pa'qué". Bueno, yo creo que todos nosotros sentimos también la necesidad de esa pregunta. Cuando uno se apresura y se entrega a actividades de diverso tipo, siempre hay momentos en que uno se pregunta "y todo esto, ¿para qué?". Es decir, para qué queremos conquistar el mundo si de alguna manera no tenemos claro todavía ni lo que somos ni lo que hace verdaderamente que algo sea importante para nosotros.
Hay una anécdota famosa, que fue luego glosada en un libro de Simone de Beauvoir, acerca de un filósofo cínico que vivió largo tiempo en la Corte del rey Pirro. Pirro, que era un conquistador, una especie de Alejandro de los persas, estaba constantemente haciendo planes de invasión y de conquista. Un día llegó donde el filósofo, quién se encontraba tumbado a la sombra de un árbol en el jardín del palacio, y le dijo "He hecho un plan y mañana mismo salgo con mi ejército. Vamos a cruzar el estrecho y a conquistar toda Grecia, todo el Peloponeso". A lo cual respondió el filósofo "Muy bien. ¿y después qué?". "Después continuaremos adelante, hacia Italia", respondió Pirro. "¿Y después?", interrogó nuevamente su interlocutor. "Pues seguiremos y procuraremos llegar hasta el final del mundo". "Bueno, muy bien, ¿y después?". "Bueno, ya después habré conquistado todo el mundo". "¿Y entonces qué?", volvió a preguntar el filósofo. Y dijo Pirro: "Entonces podré descansar". Ante lo cual el filósofo concluyó "Bueno, si de lo que se trata es de descansar, por qué no te sientas aquí conmigo bajo este árbol y empezamos directamente, sin tanto trajín".
En el fondo, en nuestra vida a veces nos ocurre algo semejante, es decir, que nos concentramos tanto en los proyectos que perdemos de vista la reflexión acerca de aquello que haría necesarios o meritorios tales proyectos. Esto quiere decir que si no sabemos lo que somos, quizás todos los esfuerzos que estamos haciendo en un momento dado se queden un poco en el vacío.
Nuestro sistema educativo forma personas atareadas, eficaces, llenas de conocimientos puntuales, pero tal vez incapaces de una reflexión general acerca de su propia condición, de su propio ser, del vínculo que las une con los demás seres, del sentido que tiene la comunidad humana sobre la tierra. Y estos son, precisamente, los temas que la filosofía ha desarrollado a lo largo del tiempo.
Es verdad que no puede decirse que la filosofía llegue a unas conclusiones definitivas acerca de esos temas, y ello porque las preguntas de la filosofía son preguntas permanentemente abiertas. En la vida nos hacemos dos tipos de preguntas. Hay unas preguntas que son meramente instrumentales y que están referidas a determinados fines u objetivos. Por ejemplo, cuando preguntamos qué hora es porque queremos tomar un tren o acudir a una cita amorosa o lo que sea. Una vez que nos dicen "Son las seis menos cuarto", nuestro interés en aquella pregunta queda completamente cancelado, porque lo que nos interesaba, en realidad, era lo que íbamos a hacer luego de recibir esa información. La hora, en sí, nos da igual, puesto que lo que nos interesa es pasar a la etapa siguiente, que es tomar el tren o acudir a la cita que proyectamos tener.
En cambio, si en vez de qué hora es nos preguntamos qué es el tiempo, nos encontramos ahora con una pregunta cuya respuesta no va a cambiar de ningún modo nuestra vida. Sea el tiempo lo que sea, probablemente nuestra forma de vivir, de trabajar, de viajar, va a cambiar muy poco. La pregunta por el tiempo no es una pregunta instrumental para otra cosa, sino una pregunta acerca de nosotros. Con esa pregunta no estamos inquiriendo acerca de qué vamos a hacer en el mundo, sino por qué soy yo al que le ocurre vivir en el tiempo, al que le ocurre ser mortal, al que le ocurre hacer frente a cosas como la libertad, la justicia, la belleza o la naturaleza.
Las preguntas de la filosofía no son preguntas que tengan una respuesta instrumental. Lo que tienen son respuestas parciales que sirven para profundizar en las mismas preguntas. Cada vez que termino de leer un libro sobre la libertad, por ejemplo, no tengo resuelto ni cancelado ese problema. No es que el problema de la libertad deje ya de interesarme y abandone totalmente la cuestión. Al contrario, con las respuestas que pueda haber obtenido profundizaré en mi pregunta sobre la libertad.
Las respuestas de la filosofía son de tal clase que, en lugar de cancelar las preguntas, las ahondan. Yo muchas veces he dicho que la filosofía no es para salir de dudas sino para entrar en dudas. Precisamente, la filosofía es lo que nos permite entrar en dudas, profundizarlas, estilizarlas, enriquecerlas. Es decir, la filosofía quizás no sea propiamente una sabiduría, sino una ignorancia enriquecida, una ignorancia de alguna forma vitalizada, una ignorancia consciente de lo que no sabe. Porque hay dos puntos fundamentales a los que se atiene el filósofo. Por un lado, admitir que es mejor saber que no saber. En este sentido, el filósofo se enfrenta al místico, se enfrenta al visionario, se enfrenta a toda forma de irracionalismo. La filosofía cree que es mejor saber, en el sentido humano, racional y experimental del término, que no saber.
Por otro lado, es mejor saber que no se sabe que creer que se sabe sin saber. Es decir, resulta mejor que conozcamos los límites de nuestro conocimiento. Es mejor que sepamos que ciertas cosas que damos por sabidas en realidad no las sabemos. Y esta es también la tarea de la filosofía. El método socrático no consistía en ir dando lecciones a los demás, sino en ir despertándoles al desconocimiento de cosas que creían saber.
La persona común cree que conoce por dónde se mueve y qué es el mundo en que se encuentra, pero en realidad no tiene las claves de ese mundo, quizás porque no las podamos tener o quizás porque el conocimiento de esas claves nos lleve toda la vida. Y tal vez porque saber qué es la libertad, el tiempo, la muerte, la belleza, y todo lo demás, sea, en el fondo, nuestra tarea, nuestra tarea de ir enriqueciendo nuestra experiencia, nuestra autopercepción como seres humanos.
Hegel llamó en una de sus obras a "pensar la vida". Esa es la tarea: pensar la vida, pensar qué significa estar con vida para un ser humano que se sabe mortal. Todos sabemos, más o menos, qué es la vida. A un cierto nivel, todos sabemos lo que es engendrar, lo que es enfermar, lo que es trabajar, lo que es ganar dinero o morir. Todos tenemos unas ciertas nociones suficientes, quizás, para un nivel empírico, sobre todas esas cosas. Pero lo que dice Hegel se refiere a qué podemos pensar de todo eso. Si yo sé que me pasan cosas como nacer, envejecer, enamorarme, desenamorarme, trabajar, quizás me pasará también morir, por improbable que parezca, pero ¿qué tengo yo que pensar de todas esas cosas? Esa es la pregunta que hace la filosofía.
Por ejemplo, sabemos lo que es vivir, porque de hecho estamos ya viviendo, pero ¿qué significa realmente vivir?
Noten ustedes que la pregunta filosófica se distingue de la del científico y también de la del poeta. El científico se coloca en el exterior del objeto que estudia. Si alguien escribe un libro de física, o uno de botánica, lo escribe desde fuera. Es decir, el libro no se escribe como una experiencia personal, no se describen cosas tal y como se han sentido personalmente, sino que, al contrario, el científico se borra a sí mismo como sujeto y cuenta todo desde una tercera persona impersonal. No hay un sujeto que palpite detrás de esa visión de las cosas. En la ciencia el sujeto desaparee y el objeto queda convertido en la primera persona. Es la objetividad la que ocupa el escenario.
Frente a eso, en el polo opuesto el poeta lo que ofrece es su sentimiento, lo que ofrece es su experiencia, lo que siente de la vida, lo que experimenta más o menos ciegamente, su padecimiento de la vida. Entonces, mientras que al científico en su objetividad podemos discutirle, es absurdo discutir con un poeta. Cuando Lorca dice "Pasa el jinete tocando el tambor del llamo" es inútil decirle "Oiga, ¿y por qué el jinete va con un tambor y no con una trompeta, y qué es eso de que va tocando?". O sea, se trata de algo que en cierta medida funciona como un chiste, o lo entiendes o no lo entiendes, pero no se trata de algo que se pueda explicar.
En cambio, el científico tiene que dar explicaciones, aunque se trata de explicaciones desde la objetividad y no desde -digamos- su visión personal del asunto.
En cuanto al filósofo, él está a medio camino entre esas dos formas de pensamiento. El filósofo aspira a la objetividad, lo mismo que el científico, es decir, aspira a una visión que pueda intercambiarse, a una visión dialogada, a una visión respecto de la cual otro pueda hacer preguntas. De hecho, los diálogos platónicos, que inician la filosofía, están hechos de preguntas y respuestas.
Sin embargo, tratándose de la filosofía el sujeto no desaparece. La filosofía tiene nombre propio, no es mera objetividad, sino una objetividad narrada desde un sujeto. La filosofía también da cuenta del papel que tiene el sujeto dentro de una visión más o menos objetiva de las cosas.
De modo que en la filosofía hay esa combinación. Tiene parte de la ciencia, en cuanto aspira a la objetividad, pero, por otra parte, el sujeto nunca desaparece. El sujeto está siempre allí, siempre se está contando la experiencia en el mundo de un sujeto. Es decir, lo que el filósofo cuenta no es la experiencia del mundo misma, sino la experiencia de un ser humano que está en el mundo de una manera determinada.
Yo creo que el problema de la filosofía es que ella exige una condición de diálogo y de palabra entre los humanos. La filosofía exige complicidad. No es una revelación ni menos una revelación misteriosa. No es el sabio zen o el maestro hindú que de pronto lanza una frase incomprensible que a los demás no queda más remedio que acatar o rechazar. Al contrario, al filósofo siempre se le puede preguntar por qué ha dicho esto o lo otro. Y, de hecho, el filósofo, si tiene un mínimo de honradez, reconoce la obligación no de ser enigmático como un profeta o un poeta, sino de explicar el porqué de sus planteamientos y de soportar el bombardeo inquisitorial de quien le está haciendo preguntas para averiguar por qué dice lo que dice. El filósofo no puede cerrarse y bloquear la posibilidad del diálogo.
Tratándose de la filosofía, no vale aquella actitud, referida en una anécdota por Bertrand Russell, de un maestro hindú, que preludiaba la New Age, y que fue a Oxford y dio una conferencia ante un público ávido de revelar los secretos del universo que él pretendía conocer. Ese maestro dijo "El mundo está apoyado sobre el lomo de un gigantesco elefante y este elefante apoya sus patas sobre la concha de una inmensa tortuga". Ante lo cual una señora que estaba en el público pidió la palabra para preguntar "¿Y la tortuga?" "La tortuga se apoya sobre la espalda de una monstruosa araña", dijo el maestro. Y la señora, implacable, preguntó ahora "¿Y la araña?" "La araña se apoya sobre una monstruosa roca". Naturalmente, la señora insistió: "¿Y la roca?". Y entonces el maestro dijo "Mire señora, hay rocas hasta abajo".
En ese episodio el filósofo es la señora, puesto que las preguntas que hacía eran las preguntas filosóficas. Lo que ella quería decir es que nadie tiene derecho a contarnos una revelación cuyas fuentes no explica. Si el conferenciante hubiera sido un poeta interesado en narrar en una poesía como veía el mundo, entonces no hay problema. Él podría hablar del elefante, de la tortuga y de todo lo demás, y tendríamos que aceptar las licencias poéticas que utiliza. Pero si el que habla dice que está haciendo filosofía, entonces tiene que explicar por qué la araña estaba allí y no en otro lugar, y dónde se apoyaba ella y dónde se apoyaba todo lo que no se apoyaba en la araña.
Lo anterior quiere decir que la filosofía no puede negarse a dar cuenta de lo que dice, a pesar de que lo vasto y asombroso de su proyecto desborda evidentemente todo lo que un ser humano puede alcanzar. Porque, ¿cómo un simple mamífero puede comprender el Universo? El proyecto de la filosofía es excesivo y de ahí entonces que, desde un comienzo, el filósofo sea un personaje risible. Desde la historia que protagonizó Tales de Mileto, el primer filósofo, que cayó a un pozo mientras caminaba mirando las estrellas y provocó la risa de su criada. Desde ese incidente, los filósofos siempre han sido, o hemos sido -aunque yo no me considero filósofo, sino profesor de filosofía- unos personajes cómicos que pretenden alcanzar nada menos que el conocimiento de las preguntas cuya respuesta resolvería el enigma del mundo, contando para ello con la pequeñez de los medios que cada uno de nosotros tiene para contestar esas preguntas.
Pero esa comicidad, esa especie de sonrisa que despierta la ambición del filósofo, que por lo demás nunca logra colmar, es, por otra parte, la propia ambición del empeño humano, es decir, del intento de seres humanos que no podemos vivir la vida sin examen. Porque una vida sin examen no merece la pena de ser vivida. Y me refiero a observar la vida no para una cuestión práctica, no para resolver nada en concreto, sino simplemente para ver qué es, cómo es, en qué consiste.
La filosofía, por esta condición de diálogo y de búsqueda de complicidad con el otro, tropieza con un problema. Con el problema de aquél que se niega a la palabra, de aquél que impone la fuerza, de aquél que se vale del puro y desnudo poder, negándose a esa complicidad de los humanos que es la palabra.
Comentaba ayer en otra de mis charlas que cada vez que se habla de la tragedia de la filosofía se menciona la muerte de Sócrates, tan patética, con el maestro diciendo palabras y los discípulos llorando y todo eso. Se trata, desde luego, de una escena dramática, pero no me parece que represente la verdadera tragedia de la filosofía. El momento realmente trágico de la filosofía se encuentra en "Gorgias", el diálogo platónico, cuando Sócrates sostiene que es mejor padecer una injusticia que infringirla. Pues bien, frente a él está Calicles, un joven arrogante y violento, una especie de protofascista antes de época, que exclama algo así como "Esos son absurdos, esas son tonterías. Todos sabemos que es mejor cometer una injusticia que padecerla, además que no existe verdadera injusticia en la voluntad del fuerte. El verdadero bien, lo realmente bueno, es la voluntad del fuerte. Los débiles son los que tratan de crear ese consenso del renunciamiento y la bondad, pero, en el fondo, lo hacen para disimular su debilidad y para impedir que los fuertes se afirmen". Calicles sostiene tesis como esas, que luego otros autores, digamos más peligrosos que Calicles, han hecho conocidas.
Sócrates discute con Calicles e intenta poner objeciones, y éste, en un primer momento, continúa razonando de manera arrogante y violenta. Sin embargo, poco a poco va dándole la razón a Sócrates, quién, sorprendido ante esta inesperada aquiescencia, le dice "Bueno, entonces estamos de acuerdo", ante lo cual Calicles exclama que no están de acuerdo y lo que diga Sócrates le da lo mismo. Lo que Calicles quiere decir con eso es que él no entra en el juego de la persuasión, que no quiere ser persuadido, que le da lo mismo cuanto pueda decírsele, puesto que él se va a imponer de todos modos.
Ese es el momento verdaderamente trágico de la filosofía, cuando se corta la posibilidad del intercambio y del diálogo, cuando se cierra toda posibilidad a una respuesta que no sea meramente instrumental. Ahí se acaba la posibilidad no sólo de lo racional, sino de lo razonable. Porque el ser humano puede ser no solamente racional, que es lo que ocurre cuando busca los mejores medios para obtener los fines que se propone, sino también razonable. Ser racionales nos ayuda a tratar con objetos, y a veces es la causa de que tratemos a los demás como si fueran objetos. Por eso es que se consideran muy racionales esas medidas macroeconómicas, o lo que sea, que tratan a los seres humanos como si fueran objetos. Son medidas racionales, es cierto, pero no son razonables. Porque lo razonable es tratar a los sujetos como sujetos.
Entonces, Calicles es probablemente racional, porque él quiere conseguir unos objetivos, para lo cual empleará la fuerza, pero no es razonable, puesto que no está dispuesto a tratar a los sujetos como sujetos.
Tal es la demanda de la filosofía: defender la dimensión de lo razonable, acordar qué fines son buenos o no, porque vivimos en un mundo excesivamente racional, en el sentido de desnudamente racional, en el que la razón es simplemente búsqueda de medios para fines respecto de los cuales no acostumbra preguntarse si nos convienen o no, si son o no preferibles a otros fines.
En cuanto a la globalización, sobre la cual se habla y se disparata tanto, uno puede estar a favor de ella, o simplemente asumirla como algo inevitable, pero sin compartir por ello todas las orientaciones y aplicaciones que la globalización va teniendo, del mismo modo que uno puede estar a favor de la electricidad sin ser partidario de la silla eléctrica. Entonces, sería absurdo que a quién pone objeciones a la silla eléctrica se le dijera que está en contra de la electricidad y del progreso. Del mismo modo, uno puede estar a favor de la globalización y no estarlo a favor de muchas de las consecuencias y de los caminos concretos que sigue hoy la globalización.
Lo que es preciso asumir, como siempre, es una actitud crítica, y para eso sirve la reflexión aparentemente inútil de la filosofía. Para decir en las aulas y para acostumbrar a los alumnos que no todo pensamiento tiene que ser necesariamente instrumental y que hay también un pensamiento no instrumental, un pensamiento que reflexiona sobre los fines, que no da los fines por establecidos y que se pregunta sólo por los medios para obtenerlos.
Cristián Warnken y yo tenemos un duelo. Él empieza con un poema y yo acabo con otro. Entonces, después del muy bonito poema de Huidobro que él leyó, yo procuraré reproducir un poema sobre la filosofía, de José Bergamin, un poeta del que yo fui muy amigo:
"Tuvo la filosofía, cuando lo quiso tener,
más que de un querer saber, de un saber que no quería,
que es un sabor de poesía, saborear el no ser".
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